Por Bethany Webster
Una de las
experiencias más duras que puedes tener como hija en la relación con tu madre
es darte cuenta de que ella está inconscientemente involucrada en tu insignificancia.
Ante este sentimiento, es verdaderamente desgarrador ver que, más allá de su
propia herida, la persona que te dio a luz siente, inconscientemente, tu
empoderamiento como una pérdida propia. En el fondo no es una tragedia personal,
sino de nuestra cultura patriarcal, que dice a las mujeres que somos “menos que
ellos”.
Todas deseamos ser
auténticas, ser vistas tal como somos, ser aceptadas, y ser amadas por lo
que realmente somos. Es una necesidad
humana. Lo cierto es que el
proceso de convertirnos en nosotras mismas implica ser complicadas, fuertes,
intensas, asertivas y complejas, cualidades que el patriarcado pinta como poco
atractivas en una mujer. Históricamente, nuestra cultura ha sido reacia a la
idea de las mujeres como seres individuales.
El patriarcado
identifica a las mujeres atractivas como seres complacientes, que buscan ser
aprobadas, cuidan las emociones, evitan el conflicto y toleran el maltrato. En
cierta medida, las madres transmiten esta imagen a sus hijas, y hacen que
inconscientemente se construyan un falso yo, a menudo a través de la
máscara de “la rebelde”, “la solitaria” o “la niña buena”. El mensaje principal
es “Para ser amada no debes crecer”. Sin embargo, las
nuevas generaciones de mujeres tenemos el
deseo de ser auténticas. Se podría decir que,
con cada nueva generación, el patriarcado se debilita y el deseo de ser
auténticas se va fortaleciendo entre las mujeres, de hecho, está empezando a
ser urgente.
El anhelo de ser auténtica y la añoranza de la madre es un dilema para las hijas criadas en el
patriarcado. El anhelo de ser tú misma y el anhelo de ser cuidada, se
convierten en necesidades que
compiten entre sí, parece que
tengamos que elegir entre una de las dos. Esto sucede porque tu empoderamiento
está limitado en la medida en que tu madre ha internalizado las creencias
patriarcales y espera que tú las acates. La presión de tu madre para que no
crezcas depende principalmente de dos factores: 1) el grado en que ella haya
internalizado las creencias patriarcales limitantes de su propia madre y 2) el
alcance de sus propias carencias por estar divorciada de su yo verdadero. Estas
dos cosas mutilan la capacidad de la madre de iniciar a su hija a su propia
vida.
El costo de convertirte en tu ser auténtico a menudo implica cierto grado
de “ruptura” con el linaje materno. Cuando esto sucede,
se rompen los hilos patriarcales del linaje materno, algo esencial
para una vida adulta sana y poderosa. Por lo general se manifiesta en
alguna forma de dolor o conflicto con la madre. Las rupturas del linaje materno
pueden adoptar diversas formas: desde conflictos y
desacuerdos hasta distanciamiento y desarraigo. Es un viaje personal y es
distinto para cada mujer. Básicamente, la ruptura sirve para la transformación
y la sanación. Forma parte del impulso evolutivo del despertar femenino para
empoderarse con más consciencia. Es el nacimiento de la “madre no patriarcal” y
el comienzo de la verdadera libertad e individualización.
Por una parte, en
las relaciones madre/hija más sanas, la ruptura puede provocar un conflicto,
pero en realidad sirve para fortalecer el vínculo y hacerlo más
auténtico.
Por otra parte, en
las relaciones madre/hija agresivas y menos sanas, la ruptura puede
desencadenar heridas no sanadas en la madre, y provocar que esta arremeta
contra su hija o la repudie. Y en muchos casos, desafortunadamente, la única
opción de la hija será mantenerse a distancia indefinidamente para conservar su
propio bienestar emocional. Así, en vez de ver que es el resultado de tu deseo
de crecimiento, la madre puede sentir tu alejamiento/ruptura como una amenaza,
un ataque personal y directo hacia ella, un rechazo a quien es ella. Ante esta situación, puede resultar desgarrador
constatar que tu deseo de empoderamiento o de crecimiento personal puede hacer
que tu madre, ciegamente, te vea como una enemiga.
En estas situaciones
podemos ver el alto precio del patriarcado en la relaciones madre/hija.
“No puedo ser feliz si mi madre es infeliz” ¿Has sentido esto alguna vez?
Generalmente, esta
creencia procede del dolor que te causa ver a tu madre sufrir por sus propias
carencias y la compasión que te produce su lucha bajo el peso de las demandas
del patriarcado. Sin embargo, cuando sacrificamos nuestra propia felicidad por la
de nuestras madres, en realidad impedimos la sanación necesaria que produce
llorar la herida en nuestro linaje materno. Esto solo provoca el estancamiento
de ambas. Por mucho que lo intentemos, nosotras no podemos sanar a nuestras
madres, y no podemos conseguir que nos vean tal como somos. El duelo es lo que
trae la sanación. Tenemos que llorar por nosotras y por nuestro linaje materno.
Este duelo trae consigo una gran liberación.
Con cada oleada de
duelo re-integramos aquellas partes de nosotras a las que tuvimos que renunciar
para ser aceptadas por nuestras familias.
Hay que romper los
sistemas enfermos para poder encontrar un nuevo equilibrio, mucho más
sano. Es una paradoja que sanemos nuestro linaje materno al alterar los patrones patriarcales, y no al mantenernos cómplices de los mismos para
conservar una paz superficial. Hay que tener agallas y coraje para negarse a
seguir acatando patrones patriarcales que tienen una gran fuerza generacional
en nuestras familias.
Dejar que nuestras madres sean seres individuales nos libera (como hijas)
para ser seres individuales.
Las creencias
patriarcales promueven un nudo inconsciente entre madres e hijas, en el que
solo una de ellas puede tener el poder. Es una dinámica de “una de las dos”
basada en la escasez que deja a ambas sin poder alguno. Para las madres que han
sido especialmente privadas de su poder, sus hijas pueden convertirse en “el
alimento” de su identidad atrofiada y en el vertedero de sus problemas. Debemos
permitir que nuestras madres recorran su propio camino y dejar de sacrificarnos
por ellas. Estamos siendo
llamadas a transformarnos en auténticos seres individuales, mujeres liberadas
de las creencias del patriarcado, y a reconocer nuestro valor sin
avergonzarnos. Aunque parezca una paradoja, nuestra propia individualidad es lo que contribuye
a una sociedad sana, completa y unida.
Tradicionalmente, a
las mujeres se nos ha enseñado que es noble cargar con el dolor de los demás;
que el cuidado emocional es nuestro deber y que deberíamos sentirnos culpables
si nos desviamos de esta función. En este contexto, la culpa no tiene que ver con
la consciencia sino con el control. Este sentimiento de culpa nos mantiene atadas a
nuestras madres, nos debilita y hace que ignoremos nuestro poder. Tenemos que darnos cuenta de que no
hay ningún motivo real para sentirnos
culpables. El rol de cuidadora
emocional nunca ha sido un rol genuinamente nuestro, simplemente forma parte de
nuestro legado de opresión. Si lo miramos así, dejaremos de consentir que la
culpa nos controle.
Abstenernos del cuidado emocional y dejar que la gente aprenda sus propias
lecciones es una forma de respetarnos a nosotras mismas y de respetar a los
demás.
Nuestro
“sobre-funcionamiento” contribuye al desequilibrio de nuestra sociedad y
desempodera activamente a los demás impidiendo su propia transformación.
Debemos dejar de cargar con los pesos de los demás. Y esto se hace viendo lo
inútil que es. Y tenemos que oponernos a ser las guardianas y los vertederos
emocionales de aquellos que se niegan a hacer el trabajo necesario para su
propia transformación.
Contrariamente a lo que nos han enseñado, no tenemos que sanar a toda
nuestra familia. Sólo tenemos que sanarnos a nosotras mismas.
En vez de sentirte
culpable por no ser capaz de sanar a tu madre ni a los otros miembros de tu
familia, date el permiso de ser inocente. Si lo haces, recuperas tu
construcción personal y el poder que te quitó la herida materna. Y en
consecuencia, devuelves a tus familiares el poder de seguir su propio
camino. Se trata de un gran cambio
energético que se da al
apropiarnos de nuestro valor y se ha demostrado que podemos conservar nuestro
poder a pesar de los llamamientos a entregarlo a los demás. El precio de
transformarnos en auténticas nunca es tan alto como el precio de
permanecer en un “yo” falso.
Es posible que
nuestras madres (y nuestras familias) nos den la espalda cuando nos convirtamos
en más auténticas. Podemos sentir hostilidad, rechazo, rabia, y una denigración
total. Puede ser que todo el sistema familiar sienta el terremoto. Y puede resultar
asombrosa la rapidez con la que nos pueden rechazar o abandonar cuando dejamos
de sobre-funcionar y expresamos nuestro auténtico ser.
En su artículo “Mindfulness and the Mother
Wound”, Phillip Moffitt describe las cuatro funciones de una madre:
Nutrir, Proteger, Empoderar e Iniciar. Según Moffit, el rol de la madre como iniciadora “es el aspecto más
desinteresado de los cuatro, porque alienta una separación que la dejará sola”. Es una función muy
profunda, también para aquellas madres que hayan sido apoyadas y honradas, y
casi imposible de desempeñar para las madres que han sufrido un gran dolor y
que no han llegado a sanar suficientemente sus propias heridas.
El patriarcado limita severamente la capacidad de la madre de iniciar a
su hija en su propia construcción personal, porque en el patriarcado, la mujer
ha sido privada de su
propia construcción. El patriarcado
conduce al auto sabotaje de la hija, a la misoginia del hijo, y a la falta de
respeto del lugar del que procedemos, la misma tierra.
Es precisamente esta
función de la madre como la “proveedora de la iniciación” lo que lanza a la
hija a vivir su propia vida, pero este rol es solo posible en la medida que la
madre haya experimentado o vivido su propia iniciación. Pero los procesos sanos
de separación entre madres e hijas están muy boicoteados en la cultura
patriarcal.
El problema es que
muchas mujeres se pasan la vida entera esperando que su madre las empuje a
vivir sus propias vidas, cuando sus madres son simplemente incapaces de
hacerlo.
Es muy
habitual ver cómo se pospone el duelo de la herida materna en mujeres que
constantemente regresan al pozo negro de sus madres, buscando un permiso y un
amor que ellas simplemente no tienen la capacidad de dar. En vez de completar
este duelo, muchas mujeres tienden a culparse, y esto las bloquea. Tenemos que
lamentar que nuestras madres no puedan ofrecernos una iniciación que ellas
nunca recibieron y embarcarnos conscientemente en nuestra propia iniciación.
La ruptura es en realidad una señal del impulso evolutivo de separar los
hilos patriarcales de nuestro linaje materno, de romper la atadura inconsciente
a nuestras madres que ha potenciado el patriarcado y ser iniciadas en
nuestras propias vidas.
Mi trabajo de ayuda
a las mujeres a sanar su herida materna consiste en acompañarlas a salir de
este ciclo de auto-culpabilidad y a hacer el duelo necesario para que puedan
reivindicar su poder y potencial. Una parte de este proceso es aceptar este
profundo dolor existencial, para poder iniciarnos en la libertad y la
creatividad de nuestras propias vidas. Y al final, este dolor da paso a una
compasión genuina y a la gratitud hacia nuestras madres y a las madres de
nuestras madres.
Es importante ver
que, al rechazar las creencias patriarcales que dicen que para ser aceptadas
deberíamos permanecer pequeñas, no estamos rechazando a nuestras madres. Lo que
en realidad estamos haciendo es reivindicar nuestra fuerza vital, libres de
patrones impersonales y limitantes que han mantenido a las mujeres secuestradas
durante siglos.
Aunque seamos
mujeres adultas, añoramos a nuestra madre. Puede ser desgarrador sentir este
anhelo y saber que nuestra propia madre no puede satisfacerlo, aunque hizo lo
que pudo. Es importante
enfrentarse a este hecho y llorarlo. Tu anhelo es sagrado
y debe ser honrado. Dejar un espacio para el duelo es una parte
importante de ser una buena madre para ti misma. Si no hacemos un duelo sincero
de nuestra necesidad insatisfecha de cuidado maternal, inconscientemente
interferirá en nuestras relaciones, causando dolor y conflicto.
El proceso de sanar la herida de la madre implica hallar tu propia
iniciación al poder y propósito de tu vida.
No se trata de un
trabajo de superación personal cualquiera. Sanar la herida de la madre es
esencial y fundamental; es un trabajo en profundidad que te transforma
interiormente y te libera, como mujer, de cadenas centenarias heredadas de tu
linaje materno. Tenemos que desintoxicarnos de los hilos patriarcales en
nuestro linaje materno para avanzar en nuestro empoderamiento.
A medida que más
mujeres sanamos nuestra herida materna y damos un paso firme y consciente hacia
nuestro poder, encontramos por fin la iniciación que estábamos buscando. Así
nos volvemos capaces de iniciar, no sólo a nuestras hijas, sino, también a
nuestra cultura, como un todo que está experimentando una gran transformación.
Estamos siendo llamadas a encontrar en lo más profundo de nosotras aquello que
no se nos dio. Al reclamar nuestra propia iniciación mediante la sanación de la
herida materna, juntas, al unísono, encarnamos cada vez más a la diosa que está dando a
luz a un nuevo mundo.
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